«A veces, la realidad supera la ficción», aunque más específicamente: «¿Puede llegar la cotidianidad a ser más intensa que aquello que es mentira?». Una empieza esta obra preguntándose si es una historia cotidiana que podría suceder a cualquiera el año que viene y, a pesar de sus momentáneas faltas de verosimilitud, acaba convenciéndose de que sí. A veces, como dramaturgos, o como cualquier persona que forme parte de una obra de teatro, acogemos un miedo irracional a que nuestros textos o interpretaciones se sobrepasen de la organicidad de la vida real. Inducidos por este miedo, en ocasiones damos un sentido tan estrictamente real a una obra que se siente como si estuvieras en tu casa viendo hablar a tus padres (aunque esto pueda dormir al nombrado fan número uno del teatro). A veces, entendemos lo cotidiano como algo estático por su constante repetición. Sin embargo, en el teatro, se consigue expresar esa misma cotidianidad mediante lo contrario, con un movimiento que, a pesar de ser un tanto ‘antinatural’, acaba teniendo apariencia real. Una obra teatral no es solo lo que se ve, si no las líneas que se esconden tras lo que decimos o pensamos y que, gracias al calor de un escenario, se pueden expresar sin temor.
A veces, entendemos lo cotidiano como algo estático por su constante repetición. Sin embargo, en el teatro, se consigue expresar esa misma cotidianidad mediante lo contrario, con un movimiento que, a pesar de ser un tanto ‘antinatural’, acaba teniendo apariencia real.
Camino al zoo, de Edward Albee, en versión de Juan Carlos Rubio y Bernabé Rico, consigue transmitir esa familiaridad al público gracias a su acercamiento a nuestro día a día desde una auténtica introspección de los personajes. Empatizas con ellos en el sentido en que muestran una parte de sus pensamientos tan profunda que, en ocasiones, ni siquiera una se habrá dado cuenta de que ha llegado a pensar algo así. Sus personajes nos hacen autoexaminarnos y sentirnos identificados con ellos en la más oscura de nuestras facetas. Peter se personifica en el cuerpo de Fernando Tejero y juntos emprenden una evolución de personaje inexplicablemente explosiva en cuestión de horas (teatrales). Los personajes de Ann y Jerry, interpretados por Ana Labordeta y Daniel Muriel, son la fuerza gravitatoria que llevan inevitablemente a Peter a vivir un cambio drástico en su vida: un lanzamiento al salvajismo del ser humano que, en muchas ocasiones, intentamos retener. Ana necesita sentir esa falta de estabilidad premeditada en su vida pero el terror de Peter por su oscuro pasado no le permite darle eso a su mujer. Quizás solo necesitaba que Jerry llegara a su vida para darse cuenta de que su lado salvaje no está tan escondido. Ella es su introducción, él su desarrollo, nosotros elegimos la conclusión.
Por supuesto, no sería lo mismo sin ciertos elementos fundamentales que hacen a la obra terminar de ser digna de reflexión. Si algo impresiona en el mejor de los sentidos desde el principio hasta el final es la interacción de los actores con la escenografía a pesar de no ser excesiva ni el supuesto centro de atención. Un cubículo de paredes idénticas que llevan a los actores a sentir un sofoco constante por verse encerrados, angustia que llega hasta las butacas del teatro. Los pequeños detalles son esenciales y esta obra tiene algunos muy discretos pero también llenos de significado para muchos espectadores. Por ejemplo, el hecho de que Peter sea el único que lleva calzado hasta el momento en el que su lado salvaje sale a la luz y, por fin, sus zapatos son arrancados de sus pies. Muchas veces, nos quedamos con la duda de si hemos interpretado una simbología tal y como era la voluntad de los autores o directores, o si todo está en nuestra cabeza, aunque eso no es verdaderamente importante en la mayoría de casos. A pesar de nuestros intentos, el teatro es imperfecto porque representa a una sociedad humana que mucho dista de la perfección. Por ello, no podemos hablar de una sola obra de teatro porque dentro de ella existen miles de obras de teatro, por las miles de veces que se ensayó y las otras miles de veces que se representó en diferentes escenarios.
Si algo impresiona en el mejor de los sentidos desde el principio hasta el final es la interacción de los actores con la escenografía a pesar de no ser excesiva ni el supuesto centro de atención. Un cubículo de paredes idénticas que llevan a los actores a sentir un sofoco constante por verse encerrados, angustia que llega hasta las butacas del teatro.
La obra de teatro de la que fuimos espectadores el domingo 22 de diciembre de 2024 a las 18:05 en el Teatro Principal de Alicante tuvo además un momento muy especial que nadie olvidará hasta que su cerebro lo permita. Nos encontrábamos dentro del clímax de la obra, cerca del final, cuando sabes que algo increíble está a punto de pasar, cuando tienes los nervios a flor de piel y no puedes despegar tus ojos de la historia que se posa en ese escenario. Ese clímax de absoluta concentración por parte de los actores que tienen que estar constantemente dentro de un personaje sin desconectar. Entonces, un móvil comienza a sonar una y otra vez, se detiene, vuelve a sonar, el público se desconcentra y comienza a sisear a la persona dueña del móvil, todos sabemos que nos estamos perdiendo una parte muy importante y, de repente, cuando los personajes estaban gritándose de rabia mientras se formaba un barullo entre el público, Fernando Tejero dice: “…Muy importante para el hombre, tan importante como que no suene un teléfono en una obra de teatro”. El teatro explotó en aplausos porque fue la clara representación de lo que son las artes escénicas, un nuevo día, una nueva obra que nunca será igual a la de ayer o a la de mañana. Un teatro que te enseña a adaptarte hasta a las circunstancias más complicadas. Porque la vida es como el teatro y a veces nos toca improvisar.
